Capítulo 36—En el desierto
Durante cuasi cuarenta años los hijos de Israel se pierden de vista en la oscuridad del desierto. “Los años que anduvimos -dijo Moisésdesde Cades-barnea hasta que pasamos el arroyo Zered fueron treinta y ocho; hasta que desapareció de en medio del campamento toda la generación de los hombres de guerra, como Jehová les había jurado. También la mano de Jehová vino sobre ellos para exterminarlos, hasta hacerlos desaparecer del campamento”. Deuteronomio 2:14, 15.
Durante todos estos años se le recordó constantemente al pueblo que estaba bajo la reprensión divina. En la rebelión de Cades había rechazado a Dios y por el momento Dios lo había rechazado. Puesto que los israelitas habían sido infieles a su pacto, no debían recibir la señal de él, o sea el rito de la circuncisión. Su deseo de regresar a la tierra de su esclavitud había demostrado que eran indignos de la libertad, y por consiguiente, no se habría de observar la Pascua, instituida para conmemorar su liberación de la esclavitud.
No obstante, el hecho de que subsistía el servicio del tabernáculo atestiguaba que Dios no había abandonado totalmente a su pueblo. Su providencia seguía supliendo sus necesidades. “Jehová, tu Dios, te ha bendecido en todas las obras de tus manos; él sabe que andas por este gran desierto, y durante estos cuarenta años Jehová, tu Dios, ha estado contigo sin que nada te haya faltado”. Deuteronomio 2:7. Y el himno de los levitas, conservado por Nehemías, describe vívidamente el cuidado de Dios por Israel, aun durante aquellos años cuando estaban desechados y desterrados: “Tú, con todo, por tus muchas misericordias no los abandonaste en el desierto. La columna de nube no se apartó de ellos de día, para guiarlos por el camino, ni de noche la columna de fuego, para alumbrarles el camino por el cual habían de ir. Enviaste tu buen espíritu para enseñarles; no retiraste tu maná de su boca, y agua les diste para su sed. Los sustentaste cuarenta años en el desierto; de ninguna cosa tuvieron necesidad; sus vestidos no se envejecieron, ni se hincharon sus pies”. Nehemías 9:19-21.
Las peregrinaciones por el desierto fueron ordenadas no solamente como castigo para los rebeldes y murmuradores, sino que debían de servir también como disciplina para la nueva generación que se iba desarrollando, a fin de prepararla para su entrada en la tierra prometida. Moisés le dijo: “como castiga el hombre a su hijo, así Jehová, tu Dios, te castiga”, “para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos. Te afligió, te hizo pasar hambre y te sustentó con maná, comida que ni tú ni tus padres habían conocido, para hacerte saber que no solo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre”. Deuteronomio 8:5, 2, 3.
“Lo halló en tierra de desierto, en yermo de horrible soledad; lo rodeó, lo instruyó, lo guardó como a la niña de su ojo”. “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos los días de la antigüedad”. Deuteronomio 32:10; Isaías 63:9.
No obstante, los únicos anales que tenemos de su vida en el desierto presentan ejemplos de rebelión contra Dios. La rebelión de Coré resultó en la destrucción de catorce mil israelitas. Y hubo casos aislados reveladores del mismo espíritu de menosprecio hacia la autoridad divina.
En cierta ocasión el hijo de una israelita y un egipcio, uno de los miembros del populacho mixto que había salido de Egipto con Israel, abandonó la parte del campamento que le fue asignada, y entró en la de los israelitas y aseveró tener derecho a levantar su tienda allí. La ley divina se lo prohibía, pues los descendientes de un egipcio estaban excluidos de la congregación hasta la tercera generación. Se entabló una disputa entre él y un israelita, y habiéndose presentado el asunto a los jueces, el fallo fue adverso al transgresor.
Enfurecido por esta decisión maldijo al juez, y en el ardor de su ira blasfemó contra el nombre de Dios. Inmediatamente se le llevó ante Moisés. Se había dado el mandamiento: “Igualmente el que maldiga a su padre o a su madre, morirá”, pero no se había dictado medida aplicable a este caso. Era tan terrible este delito que era necesaria la dirección especial de Dios para decidir lo procedente. Se puso al hombre bajo custodia mientras se averiguaba cuál era la voluntad del Señor. Dios mismo pronunció la sentencia; y por orden divina se condujo al blasfemador fuera del campamento, y allí se le dio muerte por apedreamiento. Los que habían presenciado el pecado colocaron las manos sobre la cabeza de él, atestiguando así solemnemente la veracidad del cargo que se le hacía. Luego le tiraron las primeras piedras, y el pueblo que estaba cerca participó después en la ejecución de la sentencia.
A esto siguió la promulgación de una nueva ley que había de aplicarse a ofensas semejantes: “Y a los hijos de Israel hablarás así: Cualquiera que maldiga a su Dios cargará con su pecado. El que blasfeme contra el nombre de Jehová ha de ser muerto; toda la congregación lo apedreará. Tanto el extranjero como el natural, si blasfema contra el Nombre, que muera”. Levítico 24:15, 16.
Hay quienes expresan dudas acerca del amor y la justicia de Dios al aplicar un castigo tan severo por un delito consistente en palabras habladas en un momento de ira. Pero tanto el amor como la justicia exigen que se demuestre que las palabras pronunciadas con malicia contra Dios constituyen un gran pecado. El castigo que se le impuso al primer ofensor había de advertir a los demás que el nombre de Dios debe reverenciarse. Pero si el pecado de este hombre hubiera quedado impune, otros se habrían desmoralizado; y como resultado de esto habría sido necesario sacrificar muchas vidas.
La “multitud mixta” que acompañaba a los israelitas desde Egipto daba continuamente origen a dificultades y tentaciones. Los que la componían decían haber renunciado a la idolatría y profesaban adorar al Dios verdadero; pero su educación y disciplina anteriores habían moldeado sus hábitos y sus caracteres, de modo que en mayor o menor medida estaban corrompidos por la idolatría y la irreverencia hacia Dios. Ellos eran los que más a menudo suscitaban contiendas; eran los primeros en quejarse, y corrompían el campamento con sus prácticas idólatras y sus murmuraciones contra Dios. Poco después del regreso al desierto, ocurrió un ejemplo de violación del sábado, en circunstancias que dieron especial culpabilidad al caso. Al anunciar el Señor que desheredaría a Israel, se despertó un espíritu de rebelión. Un hombre del pueblo, airado por haber sido excluido de Canaán, decidió desafiar abiertamente la ley de Dios, y se atrevió a violar públicamente el cuarto mandamiento, saliendo a recoger leña en sábado. Se había prohibido terminantemente encender fuego el séptimo día durante la permanencia en el desierto. La prohibición no había de extenderse a la tierra de Canaán, donde la severidad del clima haría a menudo necesario que se encendiera fuego; pero este no se necesitaba en el desierto para calentarse. El acto llevado a cabo por este hombre era una violación voluntaria y deliberada del cuarto mandamiento. Era un pecado, no de negligencia, sino de presunción.
Se le sorprendió mientras lo cometía, y se le llevó ante Moisés. Ya se había declarado que la violación del sábado sería castigada de muerte; pero aun no se había revelado cómo debía ejecutarse la pena. Moisés presentó el caso al Señor, y se le dio la orden: “Irremisiblemente ese hombre debe morir; apedréelo toda la congregación fuera del campamento”. Números 15:35. Los pecados de blasfemia y violación voluntaria del sábado recibieron el mismo castigo, pues eran ambos una expresión de menosprecio por la autoridad de Dios.
En nuestros días, muchos rechazan el sábado de la creación como si fuera una institución judaica, y alegan que si se lo ha de guardar debe aplicarse la pena capital por su violación; pero vemos que la blasfemia recibió el mismo castigo que la violación del sábado. ¿Hemos de concluir, por lo tanto, que el tercer mandamiento también se ha de poner a un lado como algo que se aplica solamente a los judíos? Sin embargo, el argumento que se basa en la pena de muerte es tan aplicable al tercer mandamiento, al quinto, o a casi todos los Diez Mandamientos, como al cuarto. Aunque Dios no castigue la transgresión de su ley con penas temporales, su Palabra declara que la paga del pecado es la muerte; y en la ejecución final del juicio se descubrirá que la muerte es el destino de los transgresores de su santa ley.
Durante los cuarenta años que los israelitas permanecieron en el desierto, el milagro del maná les recordó cada semana la obligación sagrada del sábado. Sin embargo, ni aun esto los indujo a obedecer. Aunque no se atrevían a cometer transgresiones tan osadas como la que recibiera tan grande castigo, eran sin embargo muy negligentes en la observancia del cuarto mandamiento. Dios declara por medio de su profeta: “Mis sábados profanaron en gran manera”. Véase Ezequiel 20:13-24. Y esto se enumeró entre los motivos por los cuales se excluyó a la primera generación de la tierra prometida. Pero sus hijos no aprendieron la lección. Tal fue su negligencia del sábado durante los cuarenta años de peregrinaciones, que a pesar de que Dios no les impidió entrar en Canaán, declaró que serían diseminados entre los paganos después de establecerse en la tierra prometida.
De Cades los hijos de Israel habían regresado al desierto; y una vez terminada su estada allí, “llegaron [...] toda la congregación, al desierto de Zin, en el mes primero, y acampó el pueblo en Cades”. Números 20:1.
Allí murió y fue sepultada María. Tal fue la suerte de los millones que con grandes esperanzas salieron de Egipto. De la escena de regocijo a orillas del Mar Rojo, cuando Israel salió con cantos y danzas a celebrar el triunfo de Jehová, llegaron a la sepultura del desierto, fin de toda una vida de peregrinación. El pecado había arrebatado de sus labios la copa de la bendición. ¿Aprendería la próxima generación la lección?
“Con todo esto, volvieron a pecar y no dieron crédito a sus maravillas. [...] Si los hacía morir, entonces buscaban a Dios; entonces se volvían solícitos en busca suya, y se acordaban de que Dios era su refugio, que el Dios altísimo era su redentor”. Pero no se volvían a Dios con un propósito sincero. Aunque al verse atacados y amenazados por sus enemigos, pedían la ayuda del único que podía librarlos, “sus corazones no eran rectos con él ni permanecieron firmes en su pacto. Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad y no los destruía; apartó muchas veces su ira y no despertó todo su enojo. Se acordó de que eran carne, soplo que va y no vuelve”. Salmos 78:32-35, 37-39.
Capítulo 37—La roca herida
De la roca que Moisés hirió, brotó primeramente el arroyo de agua viva que refrescó a Israel en el desierto. Durante todas sus peregrinaciones, en cualquier lugar que fuera necesario, un milagro de la misericordia de Dios les proporcionó agua. Pero las aguas no siguieron fluyendo de Horeb. Dondequiera que les hacía falta agua en su peregrinaje, fluía de las hendiduras de las rocas y corría al lado de su campamento.
Cristo era quien, por el poder de su palabra, hacía fluir el arroyo refrescante para Israel. “Bebían de la roca espiritual que los seguía. Esa roca era Cristo”. Él era la fuente de todas las bendiciones, tanto temporales como también espirituales. Cristo, la Roca verdadera, los acompañó en toda su peregrinación. “No tuvieron sed cuando los llevó por los desiertos; les hizo brotar agua de la piedra; abrió la peña, y corrieron aguas”. “Abrió la peña y fluyeron aguas; corrieron por los seguedales como un río”. 1 Corintios 10:4; Isaías 48:21; Salmos 105:41.
La roca herida era una figura de Cristo, y mediante este símbolo se enseñan las más preciosas verdades espirituales. Así como las aguas vivificadoras fluían de la roca herida, de Cristo, “herido de Dios y abatido”, “herido [...] por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados”, fluye la corriente de la salvación para una raza perdida. Como la roca fue herida una vez, así también Cristo iba a ser “ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos”. Isaías 53:4, 5; Hebreos 9:28. Nuestro Salvador no había de ser sacrificado una segunda vez; y solamente es necesario para los que buscan las bendiciones de su gracia que las pidan en el nombre de Jesús, exhalando los deseos de su corazón en oración penitente. Esta oración presentará al Señor de los ejércitos las heridas de Jesús, y entonces brotará de nuevo la sangre vivificante, simbolizada por la corriente de agua viva que fluía para Israel.
Una vez establecidos en Canaán, los israelitas se acostumbraron a celebrar con demostraciones de gran regocijo el flujo del agua de la roca en el desierto. En la época de Cristo esta celebración se había convertido en una ceremonia muy impresionante. Se realizaba durante la fiesta de las cabañas, cuando el pueblo de todo el país se congregaba en Jerusalén. Durante los siete días de la fiesta los sacerdotes salían cada día acompañados de música y del coro de los levitas, a sacar en un recipiente de oro agua de la fuente de Siloé. Iban seguidos por grandes multitudes de adoradores, de los cuales tantos como podían acercarse al agua bebían de ella, mientras se elevaban los acordes llenos de júbilo: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación”. Isaías 12:3. Luego el agua sacada por los sacerdotes era conducida al templo en medio de la algazara de las trompetas y de los cantos solemnes: “Nuestros pies estuvieron en tus puertas, Jerusalén”. Salmos 122:2. El agua se derramaba sobre el altar del holocausto, mientras que repercutían los cantos de alabanza y las multitudes se unían en coros triunfales acompañados por instrumentos de música y trompetas de tono profundo.
El Salvador utilizó este servicio simbólico para dirigir la atención del pueblo a las bendiciones que él había venido a traerles. “En el último grande día de la fiesta” se oyó su voz en tono que resonó por todos los ámbitos del templo, diciendo: “Si alguien tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva”. “Y esto -dice Juan- dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él”. Juan 7:37-39. El agua refrescante que brota en tierra seca y estéril, hace florecer el desierto y fluye para dar vida a los que perecen, es un emblema de la gracia divina que únicamente Cristo puede conceder, y que, como agua viva,purifica, refrigera y fortalece el alma. Aquel en quien mora Cristo tiene dentro de sí una fuente eterna de gracia y fortaleza. Jesús alegra la vida y alumbra el sendero de todos aquellos que lo buscan de todo corazón. Su amor, recibido en el corazón, se manifestará en buenas obras para la vida eterna. Y no solo bendice al alma de la cual brota, sino que la corriente viva fluirá en palabras y acciones justas, para refrescar a los sedientos que la rodean.
Cristo empleó la misma figura en su conversación con la mujer de Samaria al lado del pozo de Jacob: “Pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. Juan 4:14. Cristo combina los dos símbolos. Él es la roca y es el agua viva.
Las mismas figuras, bellas y expresivas, se conservan en toda la Biblia. Muchos siglos antes de que llegara Cristo, Moisés lo señaló como la roca de la salvación de Israel (Deuteronomio 32:15); el salmista cantó sus loores, y le llamó “roca mía y redentor mío”, “la roca de mi fortaleza”, “peña más alta que yo”, “mi roca y mi fortaleza”, “roca de mi corazón y mi porción”, la “roca de mi confianza”. En los cánticos de David su gracia es presentada como “aguas de reposo” en “delicados pastos”, hacia los cuales el Pastor divino guía su rebaño. Y también dice: “Tú les darás de beber del torrente de tus delicias. Porque contigo está el manantial de la vida”. Y el sabio declara: “Arroyo que rebosa” es “la fuente de la sabiduría”. Para Jeremías, Cristo es la “fuente de agua viva”; para Zacarías un “manantial abierto [...] para el pecado y la inmundicia”.Salmos 19:14; 62:7; 61:2; 71:3; 73:26; 94:22; 23:2; 36:8, 9; Proverbios 18:4; Jeremías 2:13; Zacarías 13:1.
Isaías lo describe como “la Roca de la eternidad”, como “sombra de gran peñasco en tierra calurosa.” Y al anotar la preciosa promesa evoca el recuerdo del arroyo vivo que fluía para Israel: “Los afligidos y necesitados buscan las aguas, pero no las encuentran; seca está de sed su lengua. Yo, Jehová, los oiré; yo, el Dios de Israel, no los desampararé”. “Porque yo derramaré aguas sobre el secadal, y ríos sobre la tierra seca”. “Porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la estepa”. Se extiende la invitación “a todos los sedientos: Venid a las aguas”. Y esta invitación se repite en las últimas páginas de la santa Palabra. El río del agua de vida, “resplandeciente como cristal”, emana del trono de Dios y del Cordero; y la misericordiosa invitación repercute a través de los siglos: “Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida”. Isaías 26:4 (VM); 32:2; 41:17; 44:3; 35:6; 55:1; Apocalipsis 22:17.
Precisamente antes de que la hueste hebrea llegara a Cades, dejó de fluir el arroyo de agua viva que por tantos años había brotado y corrido a un lado del campamento. El Señor quería probar de nuevo a su pueblo. Quería ver si habría de confiar en su providencia o imitaría la incredulidad de sus padres.
Tenían ahora a la vista las colinas de Canaán. Unos pocos días de camino los llevarían a las fronteras de la tierra prometida. Se hallaban a poca distancia de Edom, la tierra que pertenecía a los descendientes de Esaú, a través de la cual pasaba la ruta hacia Canaán. A Moisés se le había dado la orden: “Volveos al norte. Dile al pueblo: Cuando paséis por el territorio de vuestros hermanos, los hijos de Esaú, que habitan en Seir, ellos tendrán miedo de vosotros [...]. Compraréis de ellos por dinero los alimentos, y comeréis; también compraréis de ellos el agua, y beberéis”. Deuteronomio 2:3-6. Estas instrucciones debieron ser suficientes para explicarles por qué se les había cortado la provisión de agua: estaban por cruzar un país bien regado y fértil, en camino directo hacia la tierra de Canaán. Dios les había prometido que pasarían sin molestias por Edom, y que tendrían oportunidad de comprar alimentos y agua suficiente para suplir a toda la nación. La cesación del milagroso flujo de agua debió ser motivo de regocijo, una señal de que la peregrinación por el desierto había terminado. Lo habrían comprendido si no los hubiera cegado la incredulidad. Pero lo que debió ser evidencia de que se cumplía la promesa de Dios, fue motivo de duda y murmuración. El pueblo pareció renunciar a toda esperanza de que Dios lo pondría en posesión de la tierra de Canaán, y clamó por las bendiciones del desierto.
Antes de que Dios les permitiera entrar en la tierra de Canaán, los israelitas debían demostrar que creían en su promesa. El agua dejó de fluir antes que llegaran a Edom. Tuvieron pues, por lo menos durante un corto tiempo, oportunidad de andar por la fe en vez de andar confiados en lo que veían. Pero la primera prueba despertó el mismo espíritu turbulento y desagradecido que habían manifestado sus padres. En cuanto se oyó clamar por agua en el campamento, se olvidaron de la mano que durante tantos años había suplido sus necesidades, y en lugar de pedir ayuda a Dios, murmuraron contra él, exclamando en su desesperación: “¡Ojalá hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová!” Números 20:1-13. Es decir que desearon estar entre los que fueron destruidos en la rebelión de Coré.
Sus clamores se dirigían contra Moisés y contra Aarón: “¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egipto, para traernos a este horrible lugar? No es un lugar de sementera, de higueras, de viñas ni de granados, ni aun de agua para beber”.
Los jefes fueron a la puerta del tabernáculo, y se postraron. Nuevamente “la gloria de Jehová se les apareció sobre ellos”, y Moisés recibió la orden: “Toma la vara y reúne a la congregación, tú con tu hermano Aarón, y hablad a la peña a la vista de ellos. Ella dará su agua; así sacarás para ellos aguas de la peña”.
Los dos hermanos se presentaron ante el pueblo, llevando Moisés la vara de Dios en la mano. Ambos eran ya hombres muy ancianos. Habían sobrellevado mucho tiempo la rebelión y la testarudez de Israel; pero ahora por último aun la paciencia de Moisés se agotó. “¡Oíd ahora, rebeldes! -exclamó-: “¿Haremos salir aguas de esta peña para vosotros?”” Y en vez de hablar a la roca, como Dios le había mandado, la hirió dos veces con la vara.
El agua brotó en abundancia para satisfacer a la nación. Pero se había cometido un gran agravio. Moisés había hablado, movido por la irritación; sus palabras expresaban la pasión humana más bien que una santa indignación porque Dios había sido deshonrado. “Oíd ahora, rebeldes”, había dicho. La acusación era veraz, pero ni aun la verdad debe decirse apasionada o impacientemente. Cuando Dios le había mandado a Moisés que acusara a los israelitas de rebelión, las palabras habían sido dolorosas para él y difíciles de soportar para ellos; sin embargo, Dios lo había sostenido a él para dar el mensaje. Pero cuando se arrogó la responsabilidad de acusarlos, contristó al Espíritu de Dios y le hizo daño al pueblo. Evidenció su falta de paciencia y de dominio propio. Así dio al pueblo oportunidad de dudar de que sus procedimientos anteriores hubieran sido dirigidos por Dios, y de excusar sus propios pecados. Tanto Moisés como los hijos de Israel habían ofendido a Dios. Su conducta, dijeron ellos, había merecido desde un principio crítica y censura. Ahora habían encontrado el pretexto que deseaban para rechazar todas las reprensiones que Dios les había mandado por medio de su siervo.
Moisés demostró que desconfiaba de Dios. “¿Haremos salir aguas de esta peña?” preguntó él, como si el Señor no fuera a cumplir lo que había prometido. “No creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel”, dijo el Señor a los dos hermanos. Cuando el agua dejó de fluir y al oír las murmuraciones y la rebelión del pueblo, vaciló la fe de ambos en el cumplimiento de las promesas de Dios. La primera generación había sido condenada a perecer en el desierto a causa de su incredulidad; pero se veía el mismo espíritu en sus hijos. ¿Dejarían estos también de recibir la promesa?
Cansados y desalentados, Moisés y Aarón no habían hecho esfuerzo alguno para detener la corriente del sentimiento popular. Si ellos mismos hubieran manifestado una fe firme en Dios, habrían podido presentar el asunto al pueblo en forma tal que lo hubiera capacitado para soportar esta prueba. Por el ejercicio rápido y decisivo de la autoridad que se les había otorgado como magistrados, habrían sofocado la murmuración. Era su deber hacer todo lo que estuviera a su alcance por crear un estado mejor de cosas entre el pueblo antes de pedir a Dios que hiciera la obra por ellos. Si en Cades se hubiera evitado a tiempo la murmuración, ¡cuántos males subsiguientes se habrían evitado!
Por su acto temerario Moisés restó fuerza a la lección que Dios se proponía enseñar. Siendo la roca un símbolo de Cristo, había sido herida una vez, como Cristo había de ser ofrecido una vez. La segunda vez bastaba hablar a la roca, así como ahora solo tenemos que pedir las bendiciones en el nombre de Jesús. Al herir la roca por segunda vez, se destruyó el significado de esta bella figura de Cristo.
Más aún, Moisés y Aarón se habían arrogado un poder que solamente pertenece a Dios. La necesidad de que Dios interviniera daba gran solemnidad a la ocasión, y los jefes de Israel debieron haberse valido de ella para inculcar en la gente reverencia hacia Dios y fortalecer su fe en el poder y la bondad de Dios. Cuando exclamaron airadamente: “¿Haremos salir aguas de esta peña?” se pusieron en lugar de Dios, como si dispusieran de poder ellos mismos, seres sujetos a las debilidades y pasiones humanas. Abrumado por la continua murmuración y rebelión del pueblo, Moisés perdió de vista a su Ayudador Omnipotente, y sin la fuerza divina se le dejó manchar su foja de servicios por una manifestación de debilidad humana. El hombre que hubiera podido conservarse puro, firme y desinteresado hasta el final de su obra, fue vencido por último. Dios quedó deshonrado ante la congregación de Israel, cuando debió ser engrandecido y ensalzado.
En esta ocasión, Dios no dictó juicios contra los impíos cuyo procedimiento inicuo había provocado tanta ira en Moisés y Aarón. Toda la reprensión cayó sobre los dos jefes. Los que representaban a Dios no lo habían honrado. Moisés y Aarón se habían sentido agraviados, y no habían tenido en cuenta que las murmuraciones del pueblo no eran contra ellos, sino contra Dios. Por mirar a sí mismos y apelar a sus propias pasiones, habían caído inconscientemente en pecado, y no expusieron al pueblo la gran culpabilidad en que había incurrido ante Dios.
Amargo y profundamente humillante fue el juicio que se pronunció en seguida. “Jehová dijo a Moisés y a Aarón: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no entraréis con esta congregación en la tierra que les he dado””. Juntamente con el rebelde Israel, habrían de morir antes de que se cruzara el Jordán. Si Moisés y Aarón se hubieran tenido en alta estima o si hubieran dado rienda suelta a un espíritu apasionado frente a la amonestación y reprensión divinas, su culpa habría sido mucho mayor. Pero no se los podía acusar de haber pecado intencionada y deliberadamente; habían sido vencidos por una tentación repentina, y su contrición fue inmediata y de todo corazón. El Señor aceptó su arrepentimiento, aunque, por causa del daño que su pecado pudiera ocasionar entre el pueblo, no podía remitir el castigo.
Moisés no ocultó su sentencia, sino que le dijo al pueblo que por no haber atribuido la gloria a Dios, no lo podría introducir en la tierra prometida. Lo invitó a que notara cuán severo era el castigo que se le infligía, y luego considerara cómo debía de juzgar Dios sus murmuraciones y su modo de atribuir a un simple hombre los juicios que habían merecido todos por sus pecados. Les explicó cómo había suplicado a Dios que le remitiera la sentencia y ello le había sido negado. “Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros -dijo-, por lo cual no me escuchó”. Deuteronomio 3:26.
Cada vez que se vieran en dificultad o prueba, los israelitas habían estado dispuestos a culpar a Moisés por haberlos sacado de Egipto, como si Dios no hubiese intervenido en el asunto. Durante toda su peregrinación, cuando se quejaban de las dificultades del camino y murmuraban contra sus jefes, Moisés les decía: “Vuestra murmuración se dirige contra Dios. Él, y no yo, es quien os libró”. Pero con sus palabras precipitadas ante la roca: “¿Haremos salir aguas?”, admitía virtualmente el cargo que ellos le hacían, y con ello los habría de confirmar en su incredulidad y justificaría sus murmuraciones. El Señor quería eliminar para siempre de su mente esta impresión al prohibir a Moisés que entrara en la tierra prometida. Ello probaba en forma inequívoca que su caudillo no era Moisés, sino el poderoso Ángel de quien el Señor había dicho: “Yo envío mi ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Compórtate delante de él y oye su voz [...], pues mi nombre está en él”. Éxodo 23:20, 21.
“Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros”, dijo Moisés. Todos los ojos de Israel estaban fijos en Moisés, y su pecado arrojaba una sombra sobre Dios, quien lo había escogido como jefe de su pueblo. Toda la congregación sabía de la transgresión; y si se la hubiera pasado por alto como algo sin importancia, se habría creado la impresión de que bajo una gran provocación la incredulidad y la impaciencia podían excusarse entre aquellos que ocupaban elevados cargos de responsabilidad. Pero cuando se declaró que, a causa de aquel único pecado, Moisés y Aarón no habrían de entrar en Canaán, el pueblo se dio cuenta de que Dios no hace acepción de personas, sino que ciertamente castiga al transgresor.
La historia de Israel debía escribirse para la instrucción y advertencia de las generaciones venideras. Los hombres de todos los tiempos habrían de ver en el Dios del cielo a un Soberano imparcial que en ningún caso justifica el pecado. Pero pocos se dan cuenta de la excesiva gravedad del pecado. Los hombres se lisonjean de que Dios es demasiado bueno para castigar al transgresor. Sin embargo, a la luz de la historia bíblica es evidente que la bondad de Dios y su amor lo compelen a tratar el pecado como un mal fatal para la paz y la felicidad del universo.
Ni siquiera la integridad y la fidelidad de Moisés pudieron evitarle la retribución que merecía su culpa. Dios había perdonado al pueblo transgresiones mayores; pero no podía tratar el pecado de los caudillos como el de los acaudillados. Había honrado a Moisés por sobre todos los hombres de la tierra. Le había revelado su gloria, y por su intermedio había comunicado sus estatutos a Israel. El hecho de que Moisés había gozado de grandes luces y conocimientos, agravaba tanto más su pecado. La fidelidad de tiempos pasados no expiará una sola acción mala. Cuanto mayores sean las luces y los privilegios otorgados al hombre, tanto mayor será su responsabilidad, tanto más graves sus fracasos y faltas, y tanto mayor su castigo.
Según el juicio humano, Moisés no era culpable de un gran crimen; su pecado era una falta común. El salmista dice que “habló precipitadamente con sus labios”. Salmos 106:33. En opinión de los hombres, ello puede parecer cosa ligera; pero si Dios trató tan severamente este pecado en su siervo más fiel y honrado, no lo disculpará ciertamente en otros. El espíritu de ensalzamiento propio, la inclinación a censurar a nuestros hermanos, desagrada sumamente a Dios. Los que se dejan dominar por estos males arrojan dudas sobre la obra de Dios, y dan a los escépticos motivos para disculpar su incredulidad. Cuanto más importante sea el cargo de uno, y tanto mayor sea su influencia, tanto más necesitará cultivar; la paciencia y la humildad.
Si los hijos de Dios, especialmente los que ocupan puestos de responsabilidad, se dejan inducir a atribuirse la gloria que únicamente se debe a Dios, Satanás se regocija. Ha ganado una victoria. Así fue cómo él cayó, y así es cómo obtiene el mayor éxito en sus tentaciones para arruinar a otros. Para ponernos precisamente en guardia contra sus artimañas, Dios nos ha dado en su Palabra muchas lecciones que recalcan el peligro del ensalzamiento propio. No hay en nuestra naturaleza impulso alguno ni facultad mental o tendencia del corazón, que no necesite estar en todo momento bajo el dominio del Espíritu de Dios. No hay bendición alguna otorgada por Dios al hombre, ni prueba permitida por él, que Satanás no pueda ni desee aprovechar para tentar, acosar y destruir el alma, si le damos la menor ventaja. En consecuencia, por grande que sea la luz espiritual de uno, por mucho que goce del favor y de las bendiciones divinas, debe andar siempre humildemente ante el Señor, y suplicar con fe a Dios que dirija cada uno de sus pensamientos y domine cada uno de sus impulsos.
Todos los que profesan la vida piadosa tienen la más sagrada obligación de guardar su espíritu y de dominarse ante las mayores provocaciones. Las cargas impuestas a Moisés eran muy grandes; pocos hombres fueron jamás probados tan severamente como lo fue él; sin embargo, eso no excusaba su pecado. Dios proveyó ampliamente en favor de sus hijos; y si ellos confían en su poder, nunca serán juguete de las circunstancias. Ni aun las mayores tentaciones pueden excusar el pecado. Por intensa que sea la presión ejercida sobre el alma, la transgresión es siempre un acto nuestro. No puede la tierra ni el infierno obligar a nadie a que haga el mal. Satanás nos ataca en nuestros puntos débiles, pero no es preciso que nos venza. Por severo o inesperado que sea el asalto, Dios ha provisto ayuda para nosotros, y mediante su poder podemos ser vencedores.